La primavera no se confina

Me despierto muchas mañanas con el alboroto de una familia de gorriones que ocupan las últimas tejas de la casa. Sus madrugadores trinos vaticinan un día con buen tiempo. Son cerca de las nueve y por el agujero de la persiana se cuelan los primeros rayos de sol.

Después de tomar un frugal desayuno, me pongo la ropa de faena para sumergirme en el universo del jardín. Al abrir la puerta, una fría brisa del nordeste encoge mi ímpetu matinal, recordándome que en abril, a parte de aguas mil, puede hacer bastante rasca.

La hierba del prao se viste de pequeñas gotas de rocío que brillan al trasluz del sol, dando la percepción visual de que están cubiertas por una fina capa de hielo.

Miro hacia el sur y veo de forma nítida los dientes de sierra que forman las cumbres de la Cordillera Cantábrica, es una inusual visión porque inusual es la limpieza que muestra la atmósfera. Un poco más cerca, el Aramo se alza imponente pero huérfano de sus nieves primaverales, algo cada vez más habitual en los últimos años.

Y a los pies del Naranco, resguardada de los aires norteños, Vetusta se despereza con aire melancólico y aletargado, alguien le ha robado el pulso vital al que nos tenía acostumbrados. De su bella fisonomía ha desaparecido el velo amarillo de contaminación que la iba asfixiando, así como los rugidos de motores, los cláxones, las voces, las sirenas…el ruido.

Y es que, curiosidades y contrastes de estos tiempos que nos han tocado vivir, mientras la urbe no da signos vitales, el Naranco y todo el entorno rural, bulle como nunca antes lo recordaba.

Fesoria en mano, voy abriendo la tierra que rodea los árboles frutales del jardín, que estos días se engalanan con las flores que en pocas semanas se convertirán en fruto de verano. Cerezales, una peral, cirondales, manzanales y pescales son asediadas por un ejército de hormigas, sírfidos, mariposas de colores imposibles y las primeras abejas de la temporada, que se afanan en polinizar y así dar forma al milagro de la vida.

Una vez que los frutales están abonados con el cucho acumulado durante el invierno a la puerta de la cuadra, sólo pido que al cielo no se le olvide regalarnos su agua bendita, la que purifica el aire y nos quita la sed cada día.

Mientras contemplo como el jardín va estallando en fragancias y colores por cada uno de sus rincones, descubro a la desinfectante por antonomasia, la mariquita, dándose un festín a costa del pulgón que cubre las hojas del joven abedul.

La flor amarilla de la genista, las flores del Romero y la lavanda, las matas de tomillo, las camelias con sus elegantes flores y los brezos, dan color y rezuman una embriagadora mezcla de olores a esta inusitada y febril primavera.

El campo se empieza a vestir de margaritas, diente de león y un sinfín de gramíneas que hacen las delicias de los abejorros, y entre los tallos de todas ellas, aparecen los primeros cantos de los grillos a la luz del sol, dando gracias a la madre natura por la llegada un año más de su estación preferida.

En el Monticu, un maduro bosquetes de carbayos y castañales que se resguarda bajo la peña Llampaya, acoge de nuevo al recién llegado cuco, que con su característico canto, nos desvela que la primavera no ha hecho más que comenzar.

El sol comienza a calentar y por la sebes de los praos, entre avellanos y laureles, fresnos y saúcos, los carboneros, el simpático raitán, la pequeña cerrica, el herrerillo y los mirlos se afanan en construir sus nidos, ocultándolos de la visión de las oportunistas pegas y del infalible mochuelo, que descansa sobre la robusta rama de un castaño a la espera de arrancar vuelo en busca de caza.

La paloma torcaz dibuja vuelos increíbles entre la foresta, y el pito real taladra con su poderoso pico el tronco seco de una enorme zrezal, que tantos momentos dulces regaló a los abuelos del pueblo en sus años mozos.

Los cuervos y las águilas ratoneras surcan el cielo alrededor de la peña Llampaya, y ven como una pareja de alimoches majestuosos sobrevuela su espacio aéreo. Parece que el cielo vuelve a estar en posesión exclusiva de las aves, los aviones han dejado de cruzar el firmamento y ya no dejan sus blancas estelas de colas infinitas.

Si el cielo es reconquistado por las aves, el suelo lo es también por la fauna, quizás consciente de la desaparición casi total de los coches en carreteras y caminos y del trasiego de caminantes y ciclistas que recorren la Cuesta del Naranco todos los días del año. Estos atardeceres se dejan ver con cierta facilidad al esquivo raposo, al melandru husmeando por les sebes, y los corzos pastando entre las altas hierbas de los praos de siega.

Me imagino que este inusual escenario, diría que casi idílico, cambiará cuando retomemos el pulso normal del día a día, una vez que el virus quede atrás. Pero habremos aprendido que cuando el hombre hiberna en su cueva, cuando guardamos silencio y desaparecemos del terreno, la naturaleza se encargará de llenarlo de ruidos, sonidos y seres vivos maravillosos.

Carlos García